domingo, 1 de enero de 2012

Introducción

     Estas confesiones son el resultado del contacto que he tenido con diferentes mujeres a lo largo de mi vida. No se porque o cual es la causa y privilegio que me ha señalado como guardián de estos testimonios invaluables para mi, pero con el acuerdo, la responsabilidad que implica y la autorización de las autoras he decidido publicarlos. Todos son pseudónimos, ningún nombre o país es real ni existe ninguna descripción que atente contra los derechos inalienables de cada hombre o mujer que en ellos aparecerán. Cada uno de estos testimonios es un enfrentamiento del ser con su sombra, una aceptación de la oscuridad que mora en cada uno de nosotros, cada gesto y cada palabra representan el valor y el coraje que hacen de los seres algo realmente único y extraordinario, pues solo aquel que puede navegar en la oscuridad, es capaz de reconocer el sendero que lo conduce a la luz.

Perfumes de la hoguera




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    “Hay que dosificar la inteligencia -me decía mirándome fijo a los ojos-, mirada que  penetraba en mi y me arrastraba irreversiblemente a su misterio. Temí, lo admito, no era un temor concreto, no era algo a lo que estuviese acostumbrado, era una atmósfera opresora, un encantamiento raro y familiar, donde su luz avivaba las recónditas y oscuras pasiones que en silencio volvían a herirme. Mas disimulé, de veras lo intenté, aunque se percataba, no daba asomo de haberlo advertido y continuó diciendo suavemente, como suele dirigirse a él mismo, en un susurro de manantial subterráneo… “eso si es un arte, el de atenuar la inteligencia, no lo que hago yo, por eso no paro de ir al fondo, a lo que aflige a la humanidad, cierto, soy un perfeccionista en bancarrota, no tengo pretensiones ocultas ni parnaso bajo los pies, este es mi alegato amigo, debo continuar…”. Eso me dijo ese hombre mientras yo asustado le veía pintar, años atrás, y anotar ecuaciones en las paredes o sobre lo que encontrase a su alcance, tirándolo todo a su paso. Luego de esto, quería irme, pero el instinto de resistirme a la glorias radiantes no me lo permitía, no sabía cómo, sudaban mis manos, respiré, mas no podía salir de allí. Estaba preso de su maestría. ¡Qué pequeño me sentí dentro de aquella borrasca! No soy supersticioso, pero nunca más fui el mismo desde 1994. ¡Cuántas dudas y universos despertó aquel hombre!
¿De dónde emanaba ese poder engendrador que predisponía, aunque su expresión era de inmutable serenidad, además de impregnadora ternura? ¿Qué se rompió dentro mi, así, sin esfuerzo? ¿Tan débil era yo, tan vulnerable? ¿Solo con escucharlo, sin que yo lo hubiera decidido? ¿Por qué insiste infatigablemente en ocultar aquello que resulta evidente y descomunal en su persona y su obra, su genialidad y su compasión? Las dudas no lo sorprenden, sabe demasiado bien quién es, y cuál es el propósito de su labor, aunque naufrague entre las densas tinieblas del otro yo, de modo incomprensible.
Se ha dicho una y otra vez que él siempre sorprende, que se lanza al abismo con los brazos abiertos, y a pesar de ser asombroso, orgánico y temerario presenciar lo que hace, más allá de eso, hay algo voraz, maldito, algo dotado de una extraña y sublime adicción, un aire gélido casi irrespirable. Quien ha sufrido mucho, quizás sepa lo que digo, él lo sabe bien, es por eso que lo espera todo y nada, sabe lo que debe suceder, debe ser aceptado cabal y serenamente. En cierta ocasión una amiga o enemiga, no sabría definir ahora, decía: “para conocerlo hay que arder con él y sus demonios astutísimos, hay que estar listo para aborrecerse y dejar el cuerpo para tocar el espíritu”. Después del arte, que honestamente ya no podría ni querría definir en él, digo que es un agitador de masas, si no, mírese a las autoras de estos esperpénticos desahogos, ninguna de las cuales se conoce entre si y se ven igualadas en la circunstancia de confesar por escrito los resortes íntimos y ocultos de su naturaleza, a este demiurgo de almas, en su doble condición de artista y hombre. No sabemos qué puede haberlas motivado a un acto de tamaña naturaleza, el cual requiere de un valor que supone una confianza magnífica. Si no fuese para un fin liberador, bien podría pensarse que se confiesan, tanto para persuadir al que escucha, como para vengarse de él. Lo que las une, es el haber conocido al minotauro en un espacio donde ángeles y demonios alternan sus poderes, en esos recónditos dominios reservados al creador. ¿Qué puede haber motivado a estas mujeres a confesar los enrevesados andamiajes que mueven su relación con los hombres y con ellas mismas? ¿El amor, el rencor, la admiración, la ira, la ternura, la envidia, la necesidad de mirarse en un espejo que les devuelve su imagen real? ¿Verán en el confesor el oscuro objeto de su deseo? El conjunto resulta en un grupo de confidencias que llegan al desgarramiento, por su honestidad, rayana en el cinismo. Testimonios que sobrepasan la imaginación del lector más avisado.
Estas confidencias incluyen juicios de valor, mundos perceptivos y revelaciones asombrosas, acerca de la manera en que estas mujeres se relacionan con los hombres y con otras mujeres. También dejan su relato escrito sobre la obra y personalidad del carismático artista, todo en una suerte de catarsis realizada por las protagonistas de esas revelaciones íntimas, las cuales registran un inventario de virtudes, defectos, debilidades, inconsistencias y necesidades, que las desnudan frente a Lara Sotelo, devenido oído receptivo de zonas poco conocidas de la naturaleza femenina.
El contenido de los relatos revela la profundidad de la huella que deja ese hombre —demonio, santo, o ambos, según lo califican— en la mente y en el alma de quienes entran a su mundo y, en consecuencia, liberan la bestia salvaje o el ser divino que se esconde en el componente instintivo o espiritual de su inconsciente; línea imaginaria que lo delimita, desborda y define.
De acuerdo con las opiniones emitidas sobre Lara Sotelo, y signadas —fundamentalmente— por el amor más tierno o el odio más drástico, amor descentrado a fin de cuentas, Jesús no es un sujeto malvado que juega con los sentimientos de las mujeres con quienes se ha relacionado y relaciona sexual, afectiva y espiritualmente, sino un ser humano que conoce muy bien los componentes esenciales sobre los cuales se sustenta la personalidad femenina y entabla, por ello, una relación desconocida, prístina, única en su naturaleza, matizada por la ternura, el instinto paternal, la observación aguda del artista, sin que dejen de estar presentes una virilidad bien manifiesta, junto a una muy personal cultura del goce estético y corporal, definidos en las sibilinas palabras de las mujeres que entran y salen del centro gravitacional del artista. Lo dijo bien el eterno amigo Rufo Caballero cuando afirmó: “Lara es un degustador analítico del placer”.
Para comprender, como pocos, el alma femenina, el sumo artífice de la palabra y del pincel, hace un uso extraordinario, no solo de la inteligencia global, sino también de la inteligencia emocional. Por otra parte, —artista al fin—, es un hombre de exquisita sensibilidad, una suerte de unicornio, que a través de todos y cada uno de los poros de su piel, desborda espiritualidad, definida por la psicología humanista como el conjunto de acciones que el hombre y la mujer realizan y que llenan de sentido su existencia terrenal.
¿Qué hay detrás de esa imagen seductora que hace que estas mujeres, contra todo pronóstico, revelen lo que solo a ellas concierne? ¿Qué grados de placer, magnetismo o sufrimiento puede infligirles la cercanía de este hombre, como para que vuelquen hacia fuera sus más retorcidos pensamientos e íntimas elucubraciones? ¿Qué lugar ocupan estas mujeres en el imaginario creativo y vital de Lara Sotelo? ¿Cómo se conjugan y arden en el fuego de su arte y sus apetitos? Muchas otras incógnitas pueden despejarse en torno a la impronta que Jesús Lara Sotelo, con su forma de ser, pensar y sentir, ha dejado en la psiquis y en el alma de las autoras de los testimonios que aquí se publican.
De todos modos siento que sigue flotando en el aire el misterio y el perfume que las motiva a desnudar sus mentes, frente a este hombre que parece arrebatarles el espíritu con el magnetismo de su arte y la candidez de su sonrisa.

Ersus Lasier
Psicólogo, crítico y periodista
París, verano de 2011